Lázaro Borrell: “Yo lo he extrañado todo”


Tomado de Cuba Contemporanea, por Michel Contreras.
Como un gran gavetero de celebridades, el edificio de Infanta y Manglar apretuja en su vientre desde cineastas hasta cantantes y ex estrellas del deporte. Por ejemplo, allí vive Fernando Pérez, que ha filmado unas cuantas secuencias apreciables. Y la rubia de oro, Miriam Ramos, con esa voz que puede descifrar misterios. Y también Leonor Borrell, que es la mejor baloncestista que ha tenido este país y es hermana de Lázaro, el mejor baloncestista que ha salido de Cuba.


No obstante, Lázaro vive muy lejos. O relativamente lejos, porque Miami, en el imaginario colectivo nacional, es como una sucursal de La Habana separada por solo 90 millas de agua y, eso sí, 1959 toneladas de enfrentamientos ideológicos. Lázaro Borrell podía haber vivido ahora en Infanta y Manglar, acaso en el apartamento contiguo al de Leonor, pero hace muchos años renunció a esa posibilidad cuando echó el ancla en Puerto Rico durante la disputa de un torneo preolímpico.

De entonces a la fecha no había vuelto a poner un pie en la Isla y la morriña, que es la saudade de los portugueses y la lágrima del emigrante, se comía con encono sus 203 centímetros de altura. El teléfono servía como puente de felicidad momentánea al hablar con la familia, pero también por esa vía inestable, gélida y distante, se enteraba de la muerte de sus padres. Entre él y sus afectos, el mar se hacía asfixiantemente hondo.

Pero Dios nunca ahoga. Ni Dios, ni San Lázaro, el viejo milagroso que Borrell lleva tatuado en el bícep derecho. “Cuando Raúl dijo que los deportistas que llevaban fuera más de ocho años podían venir, empecé a hacer los trámites con calma y al final se me dio ahora”.

Así, 15 años después de convertirse en eso que festinadamente llaman desertor, el gigante mulato visita una tierra que nunca dejó de ser Su Tierra, acaso porque –ya nos lo dijo Borges- “los lugares se llevan, los lugares están en uno”. Y es entonces que, por obra y gracia de la flexibilización de una política, yo me puedo sentar ante este hombre que tanto admiré sobre la cancha y que ahora, justo antes de acomodarse frente a mí, acaba de pegarle un cabezazo accidental a la lámpara que cuelga del techo de la sala en un apartamento que pudo ser contiguo al suyo.

¿Qué es lo que más has extrañado en estos años?, le pregunto de golpe, y él responde con la misma naturalidad que Holden Caulfield narra sus vagabundeos adolescentes por Nueva York.

“Todo, me dice con la vista fija. Yo lo he extrañado todo. Mi casa, mi familia, ir a casa de los amigos y pasar todo el día guaracheando, bailando, tomando, comiendo... Le digo a mucha gente que quería haber venido en diciembre porque una de las cosas que más extraño es esa última semana del año en Cuba, en que uno siempre va de casa en casa para compartir y pasarla bien. Eso es algo que no se ve donde yo vivo, porque hay que trabajar muchísimo y el poco tiempo libre es para estar en casa. Afuera la gente es un poquito más fría y aunque seamos cubanos, cuando salimos del país, cambiamos. La gente como que se americaniza”.

¿No te pesó dejar a la familia, el barrio, tu Santa Clara natal?

-Claro que me ha pesado y me pesa, pero cuando tomé la decisión de irme yo sabía a lo que me iba a enfrentar y entonces comencé a hacer mi vida. No solo jugué baloncesto, sino que me casé, formé un hogar, tuve un hijo que ha cumplido 13 años. Cuando me agarran los recuerdos trato de aferrarme a él y de ese modo, más o menos, paso el momento malo. Lo que me satisface más es poder ayudar a mi gente, porque soy alguien muy familiar pese a que siempre me tocó estar becado y después vivir fuera del país. Todo este sacrificio de años, la única razón de ser que tiene es la familia.

Borrell habla como una esfinge, casi sin enarcar las cejas o hacer demasiados ademanes. Ha adquirido –o tal vez siempre fue así- esa capacidad rara en el trópico de comportarse al ‘british way’, mezclando en dosis equilibradas la cortesía y el comedimiento. Sin embargo, mi siguiente comentario (“tengo entendido que ya fuiste a Santa Clara y el Rincón”) parece conmoverlo, pues las palabras le comienzan a salir aisladas, casi cabría decir que lentas. En el piso, la enorme zapatilla azul y blanca, petrificada hasta el momento, se remenea inquieta.

-En Santa Clara lo principal era ir al lugar donde descansan mi mamá y mi papá. Quería hacerlo porque lo sentía, pero la verdad, después de todo pienso que me hizo más mal que bien. Lo del Rincón... lo del Rincón eran dos promesas. La primera la cumplí: nada más que llegué al aeropuerto y abracé a los que me esperaban, me puse en short y tenis y salí caminando hasta el santuario. La otra no pudo ser, porque para eso tendría que estar mi madre viva.

Trato entonces de introducir un giro brusco en el hilo de la charla. Quiero que no se sienta incómodo, que me hable sin apurar el trago de la pesadumbre. “Vamos a conversar de básquet”, le propongo, y enseguida aquieta el pie y retoma la fluidez en las respuestas. Caulfield ha vuelto.

¿Por qué, pese a tantas virtudes que tenías, pasaste un solo año jugando en la NBA?

-Yo llegué con unas cuantas lesiones, sobre todo en la rodilla izquierda. Y por decirlo de alguna manera, no escuché consejos y no mantuve el hábito que tienen los jugadores profesionales de prepararse siempre, incluso durante el período de descanso. Cogía las vacaciones para irme de vacaciones a tiempo completo, sin mantener una rutina de entrenamientos. Cuando regresé al Seattle Supersonics para mi segundo año, había más expectativas conmigo y no las pude cumplir porque me lesioné. Además, tenía muchos problemas con el inglés. Todos esos factores llevaron a que me cambiaran a otro equipo, y cuando llegué allí no me querían. En resumen, a lo mejor podía haber jugado tres o cuatro años más, pero no tuve la constancia y pensé que me iba a ser más fácil.

Entonces comenzaste a vagar por campeonatos sudamericanos y caribeños...

-Eran torneos menos exigentes y no tenía problemas con el idioma. Yo siempre lo decía, que mi éxito estaba en que podía comunicarme. Es imposible estar en un lugar donde no entiendes lo que te están diciendo. Especialmente en Argentina me sentí muy bien. Allá jugué siempre con un mismo equipo, Obras Sanitarias -salvo una vez que me cambié a Boca Juniors-, y por suerte la gente me quería mucho. Más allá de la calidad que pudiera tener yo como basquetbolista y de la que tuviera la Liga, tenía muy buena comunicación con la gente y entendía lo que me estaban diciendo.

De todos modos, supongo que en la NBA también te fue difícil asimilar ser un suplente más, luego de pasar tu carrera siendo la estrella de Villa Clara en la Liga Superior...

-No creas. Toda la vida he sido de las personas que ven las cosas como son. Fíjate que cuando yo me fui de Cuba, la NBA no estaba en mis planes. Mi sueño siempre fue jugar en Europa, en el Real Madrid o un equipo parecido, pero se me dio la oportunidad de jugar en Estados Unidos. Siempre fui de perfil bajo, nunca quise especular o aparentar algo que no fuera. Si tengo algo, trato de enseñar menos que eso y de estar por debajo, para que el día que me caiga el golpe no sea tan fuerte. Por otra parte, uno puede ser muy bueno aquí, a nivel de equipo nacional, pero hay que estar consciente de que aquella es la mejor liga del mundo. Cuando llegué sabía que jugaría poco o nada, porque primero tenía que acostumbrarme a lo que era el baloncesto NBA, tenía que llegar a aprender, a estar en un equipo competitivo con jugadores de calidad que llevaban años ahí como Gary Payton, Shawn Kemp o Detlef Schrempf.

¿Qué fue lo que más te chocó al empezar en la NBA: lo defensivo, lo ofensivo, los entrenamientos?

-Los entrenamientos no son tan exigentes, más agotadores eran los que hacíamos en Cuba. En cuanto a lo defensivo, yo siempre fui un atleta vago para eso, me escudaba diciendo que no podía hacer dos cosas a la vez, y que como tenía que escoger una me quedaba exclusivamente con el ataque. Creo que lo que más me costó fue lo físico, porque llegué a la NBA con 210, 215 libras. Yo aquí jugaba de 4 o de 5 y allí jugaba hasta de defensa organizador, gracias a que tenía habilidades para ‘bajar’ la pelota. Precisamente eso fue lo que me hizo llegar a ese nivel, porque jamás hubiera podido haberlo hecho para jugar en mi posición habitual.

¿Cómo es el vestuario de un equipo de la NBA?

-Allá cada uno está en su mundo, metido en sus audífonos, llegan, se cambian, juegan, se bañan, se meten en su carro y adiós. Aquí era más divertido porque nosotros terminábamos de jugar, íbamos a comer juntos, compartíamos, si había discoteca salíamos en grupo. La NBA es otra cosa muy distinta. Incluso, cuando eres novato tienes que hacerlo todo: cargar el bolso de la estrella, llevarle agua... Eso lo vi bastante, aunque a mí nunca me lo hicieron; por el contrario, me trataban de ayudar, me preguntaban cosas... Payton hasta me invitó a una fiesta en su casa. Tal vez ellos hablaban horrores de mí, que a fin de cuentas no los entendía, pero en verdad me trataron cordialmente.

A estas alturas de la plática, confieso que esperaba ver en los ojos de Borrell un signo de añoranza o frustración, algo que delatara la amargura por el talento desaprovechado. Esto es, una confirmación de que Sabina estaba claro con que “no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”. Pero Borrell la disimula con maestría o quizás, en el apogeo del pragmatismo, ni siquiera la siente. Lo que sí no consigue esconder es la modestia. Esa misma cualidad que le recuerdo de los años en que iba a la sala Ramón Fonst para verlo lidiar contra Matienzo, Guibert, Ruperto Herrera Junior...

¿Fue la tuya la mejor generación del baloncesto cubano?

-Yo sigo diciendo que soy un privilegiado porque nací en 1972, el mismo año en que Cuba logró el bronce olímpico en Múnich. Es verdad que en el área centroamericana nosotros hicimos algo histórico, que fue ganar tres Centrobásquets seguidos, pero es imposible comparar eso con aquella medalla y el cuarto puesto en un campeonato del mundo. Mi generación hizo cosas buenas, pero mejor fue lo que hicieron Chapé, Miguelito, Ruperto, Cañizares...

Te voy a mencionar tres momentos puntuales y me dices qué recuerdos te traen. Uno, apuesto a que nunca olvidarás la victoria sobre Puerto Rico en La Habana ’99...

-Ese fue uno de los momentos más felices que me tocó en el baloncesto, y constituyó mi despedida de la afición cubana. Fíjate, en el primer Centrobásquet que ganamos, en República Dominicana 1995, derrotamos al quinteto local en la final, un equipo muy bueno que tenía a Luis Felipe López, futuro NBA. Le ganamos en una cancha repleta, con un calor agobiante. No obstante, hubo quienes subestimaron el triunfo diciendo que no había sido contra Puerto Rico. Dos años después, en Honduras, vencimos a los boricuas y entonces la gente dijo: “bueno, sí, pero era el equipo juvenil de ellos”. Por fin, en La Habana callamos todas las bocas cuando le ganamos a su equipo estelar con Piculín, Casiano, Jerome Mincy, Jimmy Carter...

Dos, el juego contra el Dream Team en el Torneo de las Américas de Portland, en 1992...

-Hace poco vi el juego porque mi sobrina lo tiene en la computadora. Imagínate que jugar contra un equipo profesional (por lo menos de baloncesto) no se había dado nunca y nos tocó a nosotros hacerlo. Yo decía “wow!”, los veía y no lo podía creer. Apenas tenía 20 años y había visto muy poco de la NBA. Uno escuchaba hablar de Michael Jordan, Larry Bird, Magic Johnson, Charles Barkley, y de pronto los tenía ahí. Estaban deseosos de demostrar, de marcar territorio, y no sé si después de eso hayan tenido una exhibición tan grande como la que tuvieron esa noche. Salieron con ganas de decir: “Somos el equipo de Estados Unidos”.

Tres, el famoso tiro libre que fallaste y decidió una Liga Superior...

-La gente se encarga de recordármelo siempre, ahora tú mismo lo haces. Fueron días sin comer, llorando. Encima fue en Santa Clara, y encima me tocó a mí, que era la figura ofensiva. A esas alturas ya yo era un buen tirador de libres, y todo el mundo pensó que la Liga estaba ganada. Y te voy a decir algo que nunca conté públicamente: después que metí el primer tiro, el árbitro (un árbitro habanero del que no te voy a decir el nombre por ética) me da la pelota y me susurra: “Este es el que tienes que meter”. Yo le respondí: “Eso está querido, chico”. Pero fallé, y con el tiempo entendí que ese hombre me había hecho el trabajo sicológico. Me sacó de foco, fallé, y quise que se abriera un hueco en el tabloncillo, me tragara y después se cerrara.

Llegado este punto, me pregunta si quiero una cerveza. “Cristal no tengo”, dice mientras registra en el refrigerador. Al volver al sofá, botella de Sol en mano, me responde por qué los jugadores altos de Cuba son tan torpes en el manejo de la pelota.

“Tiene que ver con el entrenamiento que se les da. Aquí tienden a encasillarte en una posición fija, y allá, lo mismo en Estados Unidos que en Europa, desarrollan integralmente al jugador y después miran qué fue lo que sacaron. Por eso hoy tú ves a jugadores de más de dos metros jugando de frente y tirando de tres puntos. En mi caso, yo siempre tenía una pelota en la mano. Me acuerdo que en Santa Clara recorría dribleando los cuatro o cinco kilómetros que habían de mi casa hasta el centro de entrenamiento. Parecía un loco. Y cada vez que veía una señal de Pare, la interpretaba como si fuera un aro y le iba arriba con la pelota a marcar ‘uno, dos, derecho, izquierdo’ o viceversa, y tiraba una ‘bandeja’. Luego, pasado el tiempo, empecé a hacer frescuras. Digamos, agarraba el rebote y salía conduciendo el balón sin dárselo al defensa, que a veces terminaba poniéndose bravo conmigo. Pero de no ser por eso me habría quedado siendo torpe también”.

¿Palabra de NBA?

-Es algo que te enseñan los años. Y ahora que dices eso, aprovecho para aclarar una vez más que no fui el primer cubano en la NBA, sino Andrés Guibert. Yo siempre soy el segundo en todo.

Y tu hermana Leonor, ¿es la primera?

-Siempre quise ser como mi hermana y me quedé corto. Para mí, ella ha sido la mejor baloncestista cubana. Los hechos lo dicen: líder anotadora del Mundial’86, bronce en el de 1990, considerada un tiempo la número uno del mundo...

¿Y entre los hombres?

–Leonardo Pérez. Ahí está su historia para decirlo. No importa adónde llegué y él no. Nadie sabe hasta dónde pudo hacerlo Leonardo si hubiera dado el paso que yo di.

¿Cuál sería tu quinteto ideal de nuestro básquet masculino?

-Leonardo como base. Con él estarían Ángel Oscar -que le ponía más intensidad que nadie al juego-, Raúl Dubois, Ruperto Herrera (padre) y Pedro Chapé. Y de técnico, me gustó mucho el trabajo que hizo Miguelito Calderón, pero el mejor resultado fue de Carmelo Ortega.

Dicho esto, se disculpa enseguida con aquellos que no incluyó en su relación. “Es que todos no pueden estar”, dice, y yo asiento de manera cómplice. Él sonríe y se queda a la espera de mi interrogante obligatoria...

¿Por qué me dijiste por teléfono que no querías complicarme la vida con esta entrevista?

-Es que yo ya me fui pero debo cuidar al que está aquí. La decisión que tomé no fue agradable para muchos, fue mal vista, y no quisiera que nadie se buscara ningún tipo de problema por entrevistarme.

Dime algo, ¿tú no extrañas el básquet?

-Desde que terminé solo me vinculo con el baloncesto a través de mi hijo, que a veces lo entreno. Los amigos me llaman y me dicen “nos vemos el domingo para tirar unas pelotas”, pero no me motivan. El pasado, pasado está. Yo hasta he soñado que he ido a entrenar con los Lobos y me han dicho “no, no, ya tú no eres del equipo”. Te aseguro que cuando dejé de jugar sabía que en ese momento tenía que hacer otra cosa, porque el baloncesto no iba a ser para siempre.

Después de esta primera visita en tres lustros, ¿vendrán otras?

-Sí por mí fuera estaría aquí dos o tres veces al año. Ahora quiero regresar en el verano y traer a mi hijo para que vea sus raíces, para que vea de dónde es su padre y por dónde pasó, y entienda el valor que tiene que darle a las cosas de la vida.

Y allá, del otro lado de la charca, ¿hay gente que te recuerda los viejos buenos tiempos?

-Allá veo con cierta frecuencia a Ángel Oscar, Roberto Carlos, Héctor Pino... Vivimos cerca y de vez en cuando nos reunimos en alguna casa o en la playa, y hablamos de lo que vivimos juntos. Con Ángel Oscar, que es el padrino de mi hijo, nos decimos “vamos a hablar la misma mierda de siempre” y nos sentamos a darnos unos tragos. Y así pasan los recuerdos, las épocas... Eso ayuda a seguir tirando patrás a la nostalgia.

Por alguna razón que desconozco, sabe que el diálogo ha finalizado y yo, por autocomplacencia, me permito pensar que ha disfrutado hablar de todo esto. Algo en su rostro, no sé qué, me lo confirma. Definitivamente, a veces, en las tardes, Borrell vuelve a ensayar una que otra ‘bandeja’ contra cualquier señal de Pare en Santa Clara.

Comentarios

  1. Creo q el puesto de mejor baloncestista cubano lo tiene Leonardo Perez, apodado el Petrovic Negro (por Drazen Pretrovic). Pero Lazarito fue de excelencia.

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