RECORDANDO A Lázaro de la Torre: Un Brazo de Hierro


Por Joel García

Cuando Lázaro de la Torre irrumpió en las Series Nacionales pocos repararon que su seriedad para entrenar era tan solo una de sus grandes virtudes como pelotero. Corajudo, ganador, guapo, todo un revolucionario del box en cuanto a entrega sin límites, el sobrenombre de Brazo de Hierro le llegó temprano y para siempre.


Corría los finales de la década de los 70 del siglo pasado (1978-1979) y su entrada al equipo Metropolitanos no pudo ser más impactante para un novato de 21 años. En esa primera campaña ganó 12 partidos y perdió tres, incluidas siete victorias sin derrotas con el equipo Habana en la Serie Selectiva, un certamen más exigente de calidad y al que solo se accedía por un alto rendimiento.

Su amplio palmarés de 20 temporadas le reservó varias marcas impresionantes e históricas para un serpentinero capitalino. Dentro de las más recordadas está haber podido jugar cuatro décadas seguidas de nuestro béisbol, pues con 45 años lanzó en la serie 2001-2002 y todavía dominaba a sus rivales y ganaba partidos importantes.

Un total de 208 victorias, 161 partidos completos y 1 713 ponches lo hicieron líder entre los lanzadores capitalinos en esos apartados, al tiempo que en su vitrina de premios sobresalen los oros en los Juegos Panamericanos Caracas 1983 e Indianápolis 1987, en las Copas Intercontinentales de Bélgica 1983 y Edmonton 1985, y en los Juegos Centroamericanos y del Caribe La Habana 1982, así como los títulos nacionales de 1986 y 1992 con el equipo Industriales.

Muchas otras estadísticas lo ubican entre los diez primeros de todos los tiempos en varios departamentos: entradas lanzadas (2 818), bateadores enfrentados (11 856), bases por bola (930), en tanto exhibió a la hora del retiro un aceptable 3,30 promedio de carreras limpias, si tomamos en cuenta que en tres de las cuatro décadas tuvo que lanzar en la era del bate de aluminio.

Sin embargo, el sexto serpentinero más ganador de nuestras Series Nacionales quedó en la memoria de sus seguidores por la misma condición que impresionó en su debut: la fortaleza de su brazo. Nunca se quejó de dolores por exceso de lanzamientos o salidas con pocos días de descanso. En funciones de abridor o relevista, De la Torre siempre estaba dispuesto a subir al box. Y lo admirable es que la mayoría de las veces salía vencedor, tal y como le reclamaba una exigente afición.

Víctima de un retiro forzoso para poder contratarse en ligas foráneas —política incoherente aplicada por el INDER a mediados de la década de los 90 del siglo pasado—, el carismático serpentinero tomó rumbo hacia Japón de 1996 hasta 1998, aunque también jugó en Nicaragua durante ese lapso de tiempo con par de formaciones. El balance en la liga industrial de tierra nipona volvió a ser favorable: 23 sonrisas y apenas cinco derrotas, aunque lo más impactante para él fue conocer un béisbol muy riguroso tanto en el entrenamiento como en el pensamiento técnico-táctico. Le hubiera gustado probarse en el béisbol profesional de la nación asiática, pero no tuvo esa oportunidad.

Poseedor de una recta veloz, efectiva slider y engañoso cambio de bola, su historia también guarda hechos y anécdotas relevantes y algunas hasta increíbles si no conociéramos su tenacidad y amor por el deporte. En la Serie Selectiva de 1986 ganó seis juegos en una semana (abrió dos y relevó otros cuatro); mientras varias veces corrió desde el puente de Bacunayagua hasta el estadio Victoria de Girón de Matanzas o regresó trotando a su casa tras haber lanzado un partido vespertino.

No pocos lo veíamos corriendo cada jornada 5 y 10 kilómetros, cual maratonista beisbolero, lo cual explicaría en una de sus entrevistas. “Cuando empecé en los años 70, los grandes lanzadores de aquella época me dijeron que un buen pítcher tenía que correr mucho. Decidí seguir el consejo al pie de la letra y los resultados me han dado la razón”.

Una de las últimas imágenes de su carrera deportiva, vinculada a su longevidad y que caló muy hondo entre sus seguidores, la protagonizó en la postemporada del 2001, cuando a fuerza de vergüenza y coraje pidió la bola para abrir cuatro de los cinco partidos del play off entre Industriales y Pinar del Río.

Con un dramatismo de leyenda, en el estadio Latinoamericano venció en días consecutivos a dos estelares vueltabajeros Pedro Luis Lazo y José Ariel Contreras, lo cual representó la igualada a dos triunfos por bando. Luego, los sueños azules se esfumaron en el Capitán San Luis ante la labor monticular del zurdo Faustino Corrales, pero la hazaña escrita por De la Torre sobrevivió al tiempo como una de las más grandes, sobre todo por haberla conseguido nada menos que a sus 43 años.

A pesar de no haber podido integrar nunca una selección nacional a un Campeonato Mundial o Juegos Olímpicos, su agradecimiento e identificación con nuestro béisbol le permite pasar por alto alguna que otra injusticia con él en esas selecciones y recuerda como una de sus mayores alegrías haber vestido el uniforme de Cuba por primera vez en los Juegos Centroamericanos y del Caribe La Habana 1982, donde salió airoso par de veces, aunque finalmente el equipo terminó con una plata imperdonable para la afición.

A los 58 años, uno de los íconos de pelotero valiente y triunfador en nuestros campeonatos, todavía trabaja y sueña con las bolas y los strikes, en especial, dirigir un equipo en la Serie Nacional, para aportarle no solo sus conocimientos técnicos, sino esa garra, seriedad, perseverancia y vergüenza, fragmentada hoy en muchas escuadras cuando se la compara con años atrás.

Lázaro de La Torre, con su inolvidable apelativo de Brazo de Hierro, tiene un puesto dentro de los imprescindibles por su fuerza de voluntad, sacrificio y resultados. Quienes lo conocieron desde la etapa juvenil ponderan además su amor y entrega a la camiseta, sea cual fuera el equipo que representara. Sus brazos abiertos en señal de victoria cuando terminaba cada lanzamiento son la mejor expresión de su inmortalidad.

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