Por Boris Luis Cabrera.
Como el regreso de Jesucristo a la tierra, como un rocío milagroso que viene del cielo, como una bendición divina que llega del más allá, así ven los cubanos el comienzo de la Copa Mundial de Fútbol que se avecina.
En cada esquina de este país se habla de fútbol, del deporte descontaminado de rencillas políticas y de superioridades norteamericanas, aquel que no persigue talentos cubanos, ni motiva migraciones. El deporte perfecto para las grandes masas, ese que importa ídolos sin necesidad de fabricarlos en casa, aquel desprovisto de diversionismos ideológicos en el cual no hay que invertir ni un céntimo, el que da pan y circo a las nuevas generaciones.
Se habla de fútbol en cada parque, del deporte que ha desplazado a los abuelos a los rincones y que importa bien poco el que gane, aquel donde no está en juego la identidad nacional ni se compite por la superioridad de sistemas políticos ni por el éxito de estériles filosofías; el deporte que se puede ver en grupos de a miles, el que no amenaza dignidades patrias ni exhibe camisetas con águilas imperiales ni con la palabra "Yankees".
En cada casa, en cada avenida, en cada rincón de esta tierra, se habla de fútbol, de la Copa Mundial que se avecina, de Messi, de Cristiano, de Brasil y de Alemania.
El plan funcionó, el maquiavélico plan que comenzó secuestrando al béisbol, el que lo amordazó y lo tiró como trapo sucio en una esquina sombría, custodiado por miedos absurdos y por censores estúpidos, funcionó a la perfección.
Las nuevas generaciones no entienden de esas cosas, nacieron después de que los medios oficiales habían reunido todo el mejor béisbol del mundo, como una hojarasca seca, y le habían prendido fuego delante de las cámaras de televisión por peligroso y subversivo; creen que es normal la ausencia de este en los comentarios deportivos, y no entienden de orgullos nacionales, ni les importan un bledo las raíces y la historia, ni la parte intangible de nuestra cultura.
Se habla de fútbol, del deporte que con patadas y goles ha resuelto el problema de las carencias y las vicisitudes, del mismo que se convirtió en fórmula mágica para desviar atenciones y que ha generado eruditos de barrio y fanáticos incondicionales, el que nos ha enseñado a ser más españoles, más alemanes, más franceses, y hasta más latinoamericanos, pero nunca, nunca, ni por asomo, mas norteamericanos.
La Copa Mundial de Fútbol está muy cerca, en Cuba hay una efervescencia popular incontrolable, dentro de unos días las calles quedarán vacías, las multitudes se reunirán en clubes o en casas particulares para ver el gran espectáculo mientras se alimentarán de triunfos ajenos y de patriotismos prestados.
Afuera, en medio de papeles sucios y restos de comida, quedarán las fotos y los afiches de nuestros héroes verdaderos pisoteados en el suelo, los que bateaban grandes jonrones y tiraban más de 90 millas, aquellos que jugaron al béisbol en medio de la manigua en desacato a las autoridades españolas, los que tanta gloria nos dieron a través de los años con el bate en la mano, y los que pusieron en alto el nombre de esta tierra ante el mundo en competencias internacionales.